La sanidad es el servicio público sistemáticamente mejor valorado por los ciudadanos (aquí). Dentro del discurso político de los últimos años ha sido un lugar común el referir la calidad de nuestro sistema sanitario aludiendo a sus buenos resultados en salud, a su bajo coste en comparación con lo de otros sistemas de nuestro entorno y a defender (aún cuando no se apuntara amenaza) a sus principios de universidad, solidaridad y equidad.
En realidad, aún siendo la asistencia sanitaria un pilar básico de nuestro Estado del Bienestar, la salud está plurideterminada por múltiples factores, de los cuales la sanidad es un elemento básico, pero no único, por lo cual no conviene olvidar la influencia del clima, la renta, la educación, o las decisiones individuales (hábitos) y colectivas (entornos y elementos institucionales), entre otros factores (aquí). En segundo lugar, el discurso sobre el bajo coste de nuestro sistema es puesto en duda por expertos en el tema (aquí). Es cierto que nuestro gasto, ajustado por renta, es inferior a la media de otros países europeos, pero lo que podría ser cierto respecto a países con sistemas sanitarios de una forma de organización diferente (modelo Seguridad Social como Francia o Alemania), deja de serlo cuando nos comparamos con países con modelos de naturaleza similar al nuestro (tipo Sistema Nacional de Salud: Suecia, Reino Unido o Italia). Es decir, gastamos más o menos lo que corresponde a nuestro nivel de renta. Una tercera cuestión, con la que cerramos esta breve entrada, es que, reconociendo la excelencia del capital humano que trabaja en el sector sanitario y la más que razonable dotación de medios físicos y técnicos e innovaciones en el mismo, desde hace tiempo se habían apuntado tensiones en nuestro sistema sanitario y muchas voces abogaban por abordar reformas sensatas. Cambios largamente retrasados pero que no podían seguir siendo aplazados indefinidamente (aquí) si querían realizarse con calma, dado que la alternativa era afrontarlos con carácter de urgencia cuando la coyuntura económica fuera desfavorable (aquí).
Es útil señalar lo anterior para prevenirnos de discursos extremos en ambos sentidos, como “el sistema sanitario español es el mejor de los sistemas” o “la sanidad pública es fuente de ineficiencias y no es sostenible”.
La polémica que estamos viviendo en las últimas semanas ante las medidas de reforma sanitaria propuestas por el gobierno de la Comunidad de Madrid revela alguno de los peores rasgos de nuestro sistema y subraya que en modo alguno hemos cumplido con nuestros deberes. En la misma se confunde elementos básicos como la financiación con la provisión y con la gestión de los servicios y se mezclan mensajes que responden a elementos ideológicos pero no al conocimiento científico-técnico, lo cual pone de manifiesto la opacidad del sistema y la ausencia de normas de buen gobierno en la sanidad.
Centrando el discurso en la sanidad financiada con recursos públicos (las ¾ partes del gasto sanitario total en España), durante las dos últimas décadas hemos experimentado con todo tipo de fórmulas de gestión y cambios de formas organizativas. Así, dentro de la gestión pública sanitaria, hemos observado cómo en el campo de la gestión directa, modelos basados en enfoques de gestión tradicionales han convivido con otro tipo de gestión de carácter gerencialista aplicados en institutos y unidades de gestión clínica, y ambos con distintas fórmulas de entidades con personalidad jurídica diferenciada (entes públicos, consorcios, fundaciones, sociedades mercantiles públicas, organismos autónomos y entidades públicas empresariales), cuyo objeto era la búsqueda de una mayor flexibilidad en la gestión, al pasar del marco normativo público-administrativo (más rígido) al propio del derecho privado (más flexible). Junto a ello, han proliferado fórmulas de gestión indirecta en las cuales la provisión del servicio es realizada por una entidad privada, que puede tener o no ánimo de lucro, bajo la supervisión del financiador (público) del servicio y articulada mediante acuerdos contractuales de larga duración.
Dentro de las fórmulas de gestión indirecta cabe distinguir la experiencia de las Entidades de Base Asociativa (conocidas como EBAs, entidades de tipo cooperativa), fundaciones privadas (sin ánimo de lucro, muy comunes en Cataluña) y las sociedades mercantiles (entidades con ánimo de lucro y de titularidad privada). Dentro de estas últimas, cabe distinguir entre los conciertos y convenios efectuados para la prestación de servicios sanitarios (un tipo de colaboración público-privada de larga tradición en el medio sanitario español) y las más novedosas concesiones de obra pública para la construcción y gestión del edificio sanitario y la provisión de servicios no sanitarios (Private Finance Initiatives-PFIs en su acepción anglosajona) y las concesiones administrativas para la construcción y gestión del edificio y la provisión de servicios sanitarios y no sanitarios para una población definida (el llamado “modelo Alzira”, para una explicación en detalle véase aquí y aquí).
Llegados a este punto, el lector avezado se preguntará qué modelo ha demostrado ser más ventajoso y en base a qué variables presupuestarias y de calidad asistencial (el balance coste-efectividad) se ha evaluado la bondad de los modelos o, cuando menos, cuáles son las fortalezas y la debilidades detectadas en cada uno de ellos. La respuesta, como el lector tristemente imagina, es que no se han evaluado. Dos décadas de experimentos en gestión directa (pública) o indirecta (privada), salvo en contados casos (aquí, aquí y aquí), no han conseguido ir más allá de cuestionadas narrativas de éxito (aquí, aquí). Resulta amargo constatar que para obtener algún conocimiento sobre la cuestión debemos recurrir a la literatura internacional (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí). La principal conclusión de la reciente experiencia británica, bandera en experimentos de colaboración público privada, es que la gestión privada de los servicios sanitarios no es necesariamente mejor que la gestión pública…ni al contrario. Factores tales como el entorno administrativo e institucional, la cultura de los centros, las condiciones de los contratos y la adecuada supervisión por parte del financiador de la calidad del servicio prestado son los elementos a tener en cuenta cuando se analizan estos casos. Alternativamente, fomentar la competencia entre centros (con independencia de la forma jurídica de gestión), sí puede ofrecer mejoras en sus resultados.
¿Podemos permitirnos el lujo de gastar nuestros recursos en políticas públicas que no funcionan? (aquí) La cuestión de fondo reside en que los principios rectores tradicionales del sistema sanitario- universalidad, solidaridad y equidad- necesitan ser complementados por otras normas de buen gobierno como son la transparencia y la rendición de cuentas a la ciudadanía, la participación de los agentes en las decisiones, la promoción y la defensa de una cultura de integridad, buenas prácticas y de ética profesional a todos los niveles y la consideración de criterios explícitos de eficiencia y calidad en la toma de decisiones, todos criterios ellos prácticamente ausentes (no parecemos aprender) de la cultura de gestión española.
Un gobierno sanitario que no avance en estos aspectos no podrá involucrar al resto de profesionales y sociedad civil en la compleja tarea de avanzar en la solvencia del sistema sanitario. Recortes indiscriminados conllevan una erosión de la calidad del sistema y el desapego de los profesionales. Políticas no justificadas arriesgan la desafección del ciudadano hacia el sistema sanitario público y hacia sus representantes. Un lema repetido hasta el absurdo en los últimos tiempos es que hay que tomar decisiones valientes. Y probablemente sea cierto. Pero no menos cierto es que ante todo deben primar las decisiones inteligentes e informadas previamente por el conocimiento científico y técnico disponible.
Este post inicia una serie de artículos que tratan de aportar luz sobre la cuestión tratada para, sin obviar la dificultad de la tarea, contribuir al debate sobre la misma. En una próxima entrada se aportará la escasa evidencia sobre gestión pública y gestión privada. Seguirán otras entradas que valorarán en profundidad las opciones existentes.
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