Nadie cree ya en nada, solo en lo que cada uno quiere: de ahí se deriva la desconfianza de todos frente a todos. La ceguera del Fausto digital ha dado origen a una crisis europea que cuestiona el núcleo del sistema
Sobre el homo oeconomicus,la ideología neoclásica o
neoliberal está todo dicho, si bien no por parte de todos. Ya el poeta
favorito de Alemania, Goethe, predijo en 1832 en su drama Fausto el
dominio universal del dinero… ¡Y en verso! Sin embargo, a comienzos del
siglo XXI tenemos que añadir algo esencial, nuevo y original: el Fausto
digital, o más exactamente: el atrevimiento y ceguera fáusticos del
capitalismo del ego.
Frank Schirrmacher, coeditor del Frankfurter Allgemeine Zeitung, describe en su libro de reciente aparición, Ego, cómo la implantación de este “nuevo” egoísmo ha ido adquiriendo carácter normativo y, tras la guerra fría, ha sellado la victoria de la teoría de la elección racional hasta en los detalles más nimios del mundo de la vida; incluso en el alma digital del homo novus. Hasta el concepto sartriano de “mala fe” se queda demasiado corto, puesto que presupone la libertad de elección.
Los economistas afirman, naturalmente, lo de siempre: se trata solo de modelos. La del homo oeconomicus no es más que una hipótesis. Pero en el drama real, de desenlace abierto, en el que todos somos participantes y espectadores, víctimas y cómplices, lo que está en juego es cómo el homunculus oeconomicus —un ciborg, un androide, una figura artificial, a medio camino entre la máquina y el hombre— se ha escapado de los “laboratorios frankensteinianos de Wall Street”. Esa narración dramática también extrae su potencia de la brutal sencillez con la que se reacciona a la complejidad extrema del mundo: 1/0, sí/no, conectar/desconectar: es decir, los hombres actúan con códigos informáticos de acuerdo con las leyes de los economistas.
Nadie cree ya en nada, solo en lo que uno quiere. De ahí se deriva la desconfianza de todos frente a todos, de la que el mal se alimenta en todas partes. Aquí tenemos la paradoja: en un momento histórico en el que las instituciones del Estado de bienestar, los mercados financieros y la relación con el entorno natural sufren una crisis fundamental, surgen las “egomónadas”. Su funcionalidad no solo estriba en ocultar frente a otros las consecuencias de la propia acción. Más bien han de interpretarse como estrategias de evitación del riesgo en un mundo de riesgos globales: como una sociopatología del capitalismo del ego.
La crisis financiera y europea solo abre una primera perspectiva de esta ceguera del Fausto digital. Los mercados financieros no son más que los primeros mercados automatizados. Pero les seguirán otros. La comunicación social, los grandes datos, los servicios secretos, la manipulación de los consumidores, a quién se considera un terrorista, las universidades en la barahúnda reformista neoliberal, las relaciones amorosas digitalizadas, el choque de las religiones mundiales en el espacio digital, etcétera.
¿Qué tiene de novedoso el Fausto digital? En la Edad Media los alquimistas intentaban transformar en oro los metales innobles. Los actuales “alquimistas de los mercados” (Schirrmacher) transforman hipotecas tóxicas, de alto riesgo, en productos de primera clase, calificados con notas tan altas que incluso pueden ser adquiridos por los fondos de pensiones. ¿Puede uno comprar una casa sin dinero y gastar además un dinero inexistente? Sí, puede, replican los malabaristas financieros, esos neoalquimistas de bancos mundiales demasiado grandes para caer.
Ante nosotros se abre el nuevo mundo de la manipulación digital del alma. Innumerables agentes digitales, con frecuencia completamente estúpidos, están tan fascinados con sus ideas que no se dan cuenta en absoluto de cómo, a partir de los ingredientes de egoísmo, codicia y capacidad de engañar, surgen monstruos. Entre ellos, monstruos políticos. La política de ahorro con la que Europa responde en este momento a la crisis financiera desencadenada por los bancos es percibida por los ciudadanos como una monstruosa injusticia. Son ellos quienes tienen que pagar con la moneda contante de su existencia por la ligereza con la que los bancos han pulverizado sumas inimaginables. Sin embargo, quienes se dedican a entender al capital, los hermeneutas de los monstruos, han desarrollado un lenguaje curiosamente terapéutico. Los mercados son “tímidos” como cervatos, afirman. No se dejan “engañar”. Pero los verdugos económicos, denominados “agencias de calificación de riesgos”, que también rinden tributo a la religión terrenal de la maximización del beneficio, basándose en las leyes del capitalismo del ego emiten juicios que alcanzan a Estados enteros en el corazón de su ser económico: a Italia, España o Grecia.
“Cada hombre tiene que convertirse en el mánager de su propio yo” (Schirrmacher). Ya ha pasado el tiempo en el que los empresarios eran empresarios y los trabajadores, trabajadores. Ahora, en el nivel del capitalismo del ego, ha surgido la nueva figura social del “empresario de sí mismo”: es decir, el empresario descarga la coerción de autoexplotación y autoopresión sobre el individuo, que tiene que aceptar con entusiasmo esta situación, porque ese es el hombre enteramente nuevo que ha nacido en el nuevo mundo feliz del trabajo. El empresario de sí mismo acaba siendo el “cubo de la basura” de los problemas irresueltos de todas las instituciones.
Y, sin embargo, la “individualización”, entendida en un sentido sociológico, es mucho más que eso, es “individualismo institucionalizado”. El proceso de individualización en este último sentido no se refiere únicamente a una ideología social, o a una forma de percepción del individuo, sino que hace referencia a instituciones centrales de la sociedad moderna, como los derechos civiles, políticos y sociales fundamentales, dirigidos todos ellos al individuo. De ahí surge una generación global, interconectada de forma transnacional, que ha de ensayar cómo volver a armonizar individualismo y moral social y cómo conjugar la libertad de arbitrio y la individualidad con una existencia orientada a los otros.
Muchos jóvenes ya no están dispuestos a ser soldados en la ejecución de las instrucciones jerárquicas en las organizaciones sociales, ni a renunciar a tener voz propia siendo previsibles peones de un partido. Antes al contrario, las instituciones —sindicatos, partidos políticos, iglesias— se convierten en jinetes sin caballos. La agitación anticapitalista que existe en el mundo probablemente tenga que ver con ambas cosas: el choque de la individualización de los derechos fundamentales con la mercadotecnia del yo que sigue reglas económicas transparentes.
El riesgo de colapso, cada vez más palpable, también ha despertado el sueño de una nueva Europa.
Vivimos en una época en la que ha ocurrido algo que hasta no hace mucho parecía inimaginable, esto es: que los fundamentos del capitalismo global —antes considerado racional, pero que ha terminado siendo irracional— se han hecho completamente políticos, es decir, cuestionables, e incluso políticamente modificables. Existen versiones radicalmente distintas del futuro de Occidente, donde entretanto tiene lugar casi una guerra fría civil: ¿se quiere un capitalismo regulable, que busque un equilibrio con los movimientos sociales y esté abierto a las cuestiones del clima, o se apuesta por la autorregulación del capitalismo globalizado del ego y por más intervenciones militares, de modo que se intente mantener la cohesión nacional aplicando el esquema de amigo/enemigo? Ese es el núcleo del conflicto.
Los riesgos globales son una especie de recordatorio colectivo forzoso de que el potencial de aniquilación al que nos hemos expuesto incluye nuestras decisiones y nuestros errores. Estas impregnan todos los ámbitos de la vida, pero al mismo tiempo abren nuevas oportunidades de transformación del mundo. Es la paradoja en virtud de la cual los riesgos globales dan aliento a la acción. En ello estriba la opción europea: plantear sistemáticamente la pregunta de qué alternativas hay al capitalismo digital del ego. La pregunta de cómo, mediante una Europa distinta, es posible más libertad, más seguridad social y más democracia.
Frank Schirrmacher, coeditor del Frankfurter Allgemeine Zeitung, describe en su libro de reciente aparición, Ego, cómo la implantación de este “nuevo” egoísmo ha ido adquiriendo carácter normativo y, tras la guerra fría, ha sellado la victoria de la teoría de la elección racional hasta en los detalles más nimios del mundo de la vida; incluso en el alma digital del homo novus. Hasta el concepto sartriano de “mala fe” se queda demasiado corto, puesto que presupone la libertad de elección.
Los economistas afirman, naturalmente, lo de siempre: se trata solo de modelos. La del homo oeconomicus no es más que una hipótesis. Pero en el drama real, de desenlace abierto, en el que todos somos participantes y espectadores, víctimas y cómplices, lo que está en juego es cómo el homunculus oeconomicus —un ciborg, un androide, una figura artificial, a medio camino entre la máquina y el hombre— se ha escapado de los “laboratorios frankensteinianos de Wall Street”. Esa narración dramática también extrae su potencia de la brutal sencillez con la que se reacciona a la complejidad extrema del mundo: 1/0, sí/no, conectar/desconectar: es decir, los hombres actúan con códigos informáticos de acuerdo con las leyes de los economistas.
Nadie cree ya en nada, solo en lo que uno quiere. De ahí se deriva la desconfianza de todos frente a todos, de la que el mal se alimenta en todas partes. Aquí tenemos la paradoja: en un momento histórico en el que las instituciones del Estado de bienestar, los mercados financieros y la relación con el entorno natural sufren una crisis fundamental, surgen las “egomónadas”. Su funcionalidad no solo estriba en ocultar frente a otros las consecuencias de la propia acción. Más bien han de interpretarse como estrategias de evitación del riesgo en un mundo de riesgos globales: como una sociopatología del capitalismo del ego.
La crisis financiera y europea solo abre una primera perspectiva de esta ceguera del Fausto digital. Los mercados financieros no son más que los primeros mercados automatizados. Pero les seguirán otros. La comunicación social, los grandes datos, los servicios secretos, la manipulación de los consumidores, a quién se considera un terrorista, las universidades en la barahúnda reformista neoliberal, las relaciones amorosas digitalizadas, el choque de las religiones mundiales en el espacio digital, etcétera.
¿Qué tiene de novedoso el Fausto digital? En la Edad Media los alquimistas intentaban transformar en oro los metales innobles. Los actuales “alquimistas de los mercados” (Schirrmacher) transforman hipotecas tóxicas, de alto riesgo, en productos de primera clase, calificados con notas tan altas que incluso pueden ser adquiridos por los fondos de pensiones. ¿Puede uno comprar una casa sin dinero y gastar además un dinero inexistente? Sí, puede, replican los malabaristas financieros, esos neoalquimistas de bancos mundiales demasiado grandes para caer.
Ante nosotros se abre el nuevo mundo de la manipulación digital del alma. Innumerables agentes digitales, con frecuencia completamente estúpidos, están tan fascinados con sus ideas que no se dan cuenta en absoluto de cómo, a partir de los ingredientes de egoísmo, codicia y capacidad de engañar, surgen monstruos. Entre ellos, monstruos políticos. La política de ahorro con la que Europa responde en este momento a la crisis financiera desencadenada por los bancos es percibida por los ciudadanos como una monstruosa injusticia. Son ellos quienes tienen que pagar con la moneda contante de su existencia por la ligereza con la que los bancos han pulverizado sumas inimaginables. Sin embargo, quienes se dedican a entender al capital, los hermeneutas de los monstruos, han desarrollado un lenguaje curiosamente terapéutico. Los mercados son “tímidos” como cervatos, afirman. No se dejan “engañar”. Pero los verdugos económicos, denominados “agencias de calificación de riesgos”, que también rinden tributo a la religión terrenal de la maximización del beneficio, basándose en las leyes del capitalismo del ego emiten juicios que alcanzan a Estados enteros en el corazón de su ser económico: a Italia, España o Grecia.
“Cada hombre tiene que convertirse en el mánager de su propio yo” (Schirrmacher). Ya ha pasado el tiempo en el que los empresarios eran empresarios y los trabajadores, trabajadores. Ahora, en el nivel del capitalismo del ego, ha surgido la nueva figura social del “empresario de sí mismo”: es decir, el empresario descarga la coerción de autoexplotación y autoopresión sobre el individuo, que tiene que aceptar con entusiasmo esta situación, porque ese es el hombre enteramente nuevo que ha nacido en el nuevo mundo feliz del trabajo. El empresario de sí mismo acaba siendo el “cubo de la basura” de los problemas irresueltos de todas las instituciones.
Y, sin embargo, la “individualización”, entendida en un sentido sociológico, es mucho más que eso, es “individualismo institucionalizado”. El proceso de individualización en este último sentido no se refiere únicamente a una ideología social, o a una forma de percepción del individuo, sino que hace referencia a instituciones centrales de la sociedad moderna, como los derechos civiles, políticos y sociales fundamentales, dirigidos todos ellos al individuo. De ahí surge una generación global, interconectada de forma transnacional, que ha de ensayar cómo volver a armonizar individualismo y moral social y cómo conjugar la libertad de arbitrio y la individualidad con una existencia orientada a los otros.
Muchos jóvenes ya no están dispuestos a ser soldados en la ejecución de las instrucciones jerárquicas en las organizaciones sociales, ni a renunciar a tener voz propia siendo previsibles peones de un partido. Antes al contrario, las instituciones —sindicatos, partidos políticos, iglesias— se convierten en jinetes sin caballos. La agitación anticapitalista que existe en el mundo probablemente tenga que ver con ambas cosas: el choque de la individualización de los derechos fundamentales con la mercadotecnia del yo que sigue reglas económicas transparentes.
El riesgo de colapso, cada vez más palpable, también ha despertado el sueño de una nueva Europa.
Vivimos en una época en la que ha ocurrido algo que hasta no hace mucho parecía inimaginable, esto es: que los fundamentos del capitalismo global —antes considerado racional, pero que ha terminado siendo irracional— se han hecho completamente políticos, es decir, cuestionables, e incluso políticamente modificables. Existen versiones radicalmente distintas del futuro de Occidente, donde entretanto tiene lugar casi una guerra fría civil: ¿se quiere un capitalismo regulable, que busque un equilibrio con los movimientos sociales y esté abierto a las cuestiones del clima, o se apuesta por la autorregulación del capitalismo globalizado del ego y por más intervenciones militares, de modo que se intente mantener la cohesión nacional aplicando el esquema de amigo/enemigo? Ese es el núcleo del conflicto.
Los riesgos globales son una especie de recordatorio colectivo forzoso de que el potencial de aniquilación al que nos hemos expuesto incluye nuestras decisiones y nuestros errores. Estas impregnan todos los ámbitos de la vida, pero al mismo tiempo abren nuevas oportunidades de transformación del mundo. Es la paradoja en virtud de la cual los riesgos globales dan aliento a la acción. En ello estriba la opción europea: plantear sistemáticamente la pregunta de qué alternativas hay al capitalismo digital del ego. La pregunta de cómo, mediante una Europa distinta, es posible más libertad, más seguridad social y más democracia.
Ulrich Beck es sociólogo y profesor
de la London School of Economics y de la Universidad de Harvard. Su
último libro publicado en España es Una Europa alemana, Paidós 2012.
Traducción de Jesús Alborés Rey.
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