Estos
días los economistas parece que no gozamos de gran simpatía entre la
población. En especial, los que trabajamos en el ámbito de la salud y
los servicios sanitarios ante las medidas de inminentes recortes o
ajustes, según a quién se pregunte, en el ámbito público. Posiblemente
no estemos exentos de culpa si se nos identifica con agoreros
preocupados esencialmente en decir “qué no se puede hacer” o “hasta dónde podemos llegar”.
Sin embargo, los profesionales con interés en la economía y gestión de
la salud, que desempeñan sus tareas tanto en la academia como en
organismos internacionales, servicios centrales de consejerías de salud,
centros asistenciales públicos, fundaciones y empresas privadas, no nos
vemos necesariamente reflejados en dicho perfil. Nuestras labores
transitan por, difundir conocimiento científico que pueda contribuir a
la mejora de la salud y de los servicios de atención sanitaria para el
conjunto de la población, en impulsar debates en torno a las
alternativas que persigan la eficiencia y equidad en los sistemas de
salud, en contribuir a generar una cultura de evaluación en el conjunto
de los sistemas de salud o en tratar de promover el buen gobierno de la
salud, entre otras.
Por
este motivo, desde años anteriores a esta crisis económica apuntábamos
la necesidad de avanzar en reformas en el seno de nuestro sistema
nacional de salud, puesto que, primero, un sistema sanitario, por bueno
que sea, siempre oculta bolsas de ineficiencia que pueden ser
corregidas; segundo, era preferible mejorar lo bueno en época de bonanza
de manera voluntaria que verse obligado a ello en época de mala
situación económica; y tercero, porque un sistema que no persigue su
mejora de manera continua está condenado a la erosión de su calidad en
el largo plazo.
En
un colectivo heterogéneo tanto por su carácter multidisciplinar como
por los distintos intereses de los profesionales que confluyen en el
mundo sanitario (o, en términos más generales, de la salud) será
complejo identificar propuestas de consenso con el que se identifique la
totalidad de dichas personas, pero sí es posible identificar al menos
tres ejes vertebradores para una mejora de nuestro Sistema Nacional de
Salud sobre las que se viene debatiendo desde hace años.
En primer lugar,
nuestro sistema sanitario adolece de criterios claros y transparentes
para determinar qué prestaciones deben ser incorporadas o mantenidas en
el mismo, y cuáles han quedado obsoletas y son prescindibles por
innecesarias, presentan un balance beneficio riesgo dudoso o el
coste de asumirlas es desproporcionado en relación con su eficacia
terapéutica. La consideración de la dupla coste-efectividad en la
financiación selectiva de prestaciones hace tiempo que se ha incorporado
de manera habitual en otros sistemas sanitarios europeos, con distintas
fórmulas, mientras en nuestro país continúa siendo tarea pendiente.
En segundo lugar, hay un amplio margen de mejora en la coordinación sanitaria, entre la asistencia primaria y la especializada, pero también entre sistemas, sanitario y servicios sociales.
De la misma manera, construir un modelo centrado en la atención a
pacientes crónicos, pluripatológicos y frágiles se apunta como uno de
los grandes retos del sistema sanitario. Asimismo, hay un largo camino
que recorrer en la proyección de la salud pública en otras políticas
(laboral, educativa, ambiental, …). En este sentido, la construcción de
entornos favorables para la salud y la promoción de los comportamientos
saludables, evitando la resbaladiza pendiente de la “culpabilización de
la víctima”, son elementos fundamentales para implicar a los ciudadanos
en el cuidado de la salud, cuestión clave en las décadas venideras para
el sostenimiento del Estado del Bienestar.
En
tercer lugar, aunque ministerios y consejerías de Salud son
fundamentales para marcar la ordenación, las políticas generales del
sistema y su gobernanza, la implicación de los actores del sistema en el
ámbito micro (los profesionales sanitarios) es capital para la
prestación al ciudadano de un servicio de calidad. Para ello es
necesario dar ejemplo desde las altas instancias profesionalizando
los puestos de gestión a través de concursos por concurrencia
competitiva abierta y evaluación periódica del desempeño.
Contratar por curriculum técnico y no por filiaciones partidistas.
Complementariamente, la búsqueda de esquemas de incentivos (no
únicamente monetarios) adecuados y de fórmulas que permitan una mayor
autonomía en el ejercicio de la labor asistencial son elementos clave
para aumentar el reconocimiento social y profesional de los trabajadores
sanitarios y para garantizar la ejecución de políticas basadas en la
calidad asistencial a un coste razonable.
Curiosamente,
sobre la propuesta que más tinta hace correr en los medios, el llamado
copago sanitario, no hay unanimidad. Posiblemente porque “copago sí, copago no”
es un debate demasiado simple. Hay una enorme variedad de posibilidades
de corresponsabilidad financiera del usuario en los servicios
sanitarios, y cada una de ellas tiene sus potenciales ventajas, pero
también sus riegos. En cambio sí aseguraría que es sentir común que el
copago puede tener sentido junto a otro conjunto de políticas
sanitarias, pero por sí sólo tiene escaso recorrido y no puede ser la
pieza en la que se funden las esperanzas ni del sostenimiento financiero
del sistema ni del uso adecuado de sus recursos.
Nuestro
sistema nacional de salud está mostrando todo su valor en estos
difíciles momentos, siendo uno de los estabilizadores clave para que la
crisis económica no derive en una crisis social de gran magnitud. La
solvencia del mismo pasará necesariamente por conjugar medidas de amplio
calado consensuadas a nivel político, bien explicadas a los ciudadanos,
que cuenten con la colaboración de los profesionales del propio sistema
y que favorezcan la gestión los recursos disponibles conforme a
criterios de equidad y eficiencia. Por el contrario, recortes
indiscriminados conllevarían una erosión de la calidad del sistema y
arriesgarían la desafección del ciudadano hacia el sistema sanitario y
hacia sus responsables políticos.
Hay
otras alternativas que defender. Un mantra repetido hasta la saciedad
en las últimas fechas es que hay que tomar decisiones valientes. Sin
duda, pero sobre todo decisiones inteligentes y bien informadas. Ello
convierte en inaplazable la tarea largamente retrasada de que la cultura
de la evaluación, la transparencia y la rendición de cuentas impregnen
nuestro sistema sanitario de una manera mucho más decidida que hasta el
momento.
Juan Oliva es presidente de la junta directiva de la Asociación de Economía de la Salud.
Economía y sanidad, ¿ecuación imposible? | Sociedad | EL PAÍS.
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